Ñ

de Nina Peña

El cielo era de un color añil intenso cuando se asomó a la ventana para saludar a un nuevo día que creía lleno de esperanzas e ilusiones.

La añoranza de días como ese: los primeros días de verano, la noche de San Juan, el primer baño en el mar, tenían el regusto de los recuerdos más bellos y de todo aquello que amaba y que se iba perdiendo poco a poco, pero que aún volvían de vez en cuando, con el mismo sabor y la misma intensidad que en la niñez.

Desde la ventana contemplaba el campo, la hierba humedecida de un rocío fresco, los cantos de las aves que posadas en las ramas de los árboles saludaban al sol de un nuevo día, aliñando la mañana, condimentando el momento con coros imposibles y aleteos salvajes.

Saltó por la ventana.

No lo pensó dos veces. Necesitaba tener un poco de frescura, apagar la sed brutal que la consumía. Había estado soñando con botijos de barro y cántaros de brillantes colores, había escuchado el correr pausado del agua en las acequias que desde su cuarto no veía, y ansiaba caminar, debajo de las sombras de los árboles y salir desde ellas al sol, notar en su piel las distintas temperaturas.

Quería quitarse los zapatos y hundir sus pies en las charcas, en las zanjas repletas de agua con las que regaban los huertos que podía adivinar en la lejanía y que la transportaban a un lugar y a un momento añejo, remoto, a parajes olvidados de la infancia cuando los días eran largos, las mañanas frías y los sabores intensos.

Voló, adueñándose del aire cálido que corría por entre las nubes, contemplando el paisaje tan conocido desde una perspectiva tan alta que parecía no ser el mismo que el que había estado contemplando desde los aledaños de una tierra ávida de humedad y frescura.

Voló por encima del campo, por encima de las montañas, por encima de la ciudad que parecía diminuta. El viento mecía su pelo y su camisón largo, acariciaba su rosto y decía su nombre, repitiéndolo una y otra vez.

Era tan feliz.

Una enfermera la contempló desde la cama con los brazos levantados y una sonrisa en la cara. Su vocecita disminuida hacía extraños ruidos de pajarito y sus piecitos descalzos se movían aleteando debajo de las sábanas blancas.

– Ya está volando de nuevo. – le dijo a la otra compañera que, quieta en el dintel de la puerta, la observaba con una sonrisa complaciente.

– Déjala, su alma esta en un patio de recreo, ya vendremos más tarde a cambiarle el pañal.

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